ÁNGEL MALIGNO, CAPÍTULO III – Empiezan las muertes

Así pues, llegó Jairo al pueblo donde vivían Ángel, María y su familia. Tenía ya un año engordando sus bolsillos a cuenta de los pobres creyentes, cuando se empezó a topar con los hechos extraños e inexplicables que rodearon el nacimiento y los primeros años de Ángel.

Cierto es el refrán que reza eso de que “En pueblo pequeño, infierno grande”, pues ya era de dominio popular todos los sucesos que rodearon el parto de María.

-Eso es señal de mal agüero -decían los vecinos, aterrados e impresionados por tan insólitos acontecimientos.

-¡Pobre Jesús! No solo le preñaron a su única hija hembra, sino que también su único nieto ya viene empavao’ -Otros decían, a modo de burla-: Le echaron una vaina por matar tanta gente en las selvas de Colombia, lo jodieron bien jodío’ y lo esta pagando con la hija y el nieto, nadie escapa a la justicia divina.

Este y otros comentarios similares se dejaban oír por las calles del pueblo, en la plaza, en el mercado de los sábados, en el botiquín y hasta en la iglesia, donde el párroco José Luis, de origen Español y con 40 años radicado en el pueblo, le salía al paso a todos los comentarios con una única y solemne frase: -Hijos, callaos y arrepentíos, ¡Dios sabe lo que hace!

Y no se supo nunca si fue accidente o casualidad, pero justo el día que Ángel cumplía su año número 6 de vida, el  párroco fue encontrado ahogado en su propio vómito en  su cama, un domingo antes de oficiar la primera misa del día: con su crucifijo de plata empuñado en la mano derecha, y la mano izquierda pálida y huesuda extrañamente señalando hacia la ventana.

Ese día empezó con un frío inusual, inusual para el mes de marzo, aunque común en la zona andina; nublado al amanecer y con una fina capa de rocío que lo cubría todo. Un rocío que en muchas partes del pueblo se mostraba como finas capas de escarcha. En los aleros de las casas aparecían finas estalactitas y en el alambre de los cercados que dividían cada propiedad, parecía una miniatura de perlas listas para ser enhebradas o a ser derretidas por el inminente sol.

Estos detalles no pasaron desapercibidos a los ojos de los siempre madrugadores trabajadores, que con su talego de herramientas de labrar al hombro unos, o con sus cubetas y utensilios para el ordeño, otros, lo comentaban al cruzarse en los caminos y darse  los buenos días. –¡Qué vaina mas rara! ¿Hielo y frío, en esta época del año? Ahora si se compuso la vaina -comentaban. Otros, fatalistas por naturaleza, alegaban: -¡Zape gato! Esto son avisos. ¡Alguna vaina va a pasar! ¡Hay que ir a misa! -Y no faltaban los que avizoraban presagios peores-: ¡Vamos a ver a Jairo! Él debe saber por qué es esto… hay que ver que dicen los muertos o los santos, ¡Deben estar pidiendo algo!

Y así estaba la mañana, con presagios, miedos, creencias y dudas, cuando se dió el grito en la Plaza del Pueblo:

-¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Vengan rápido! ¡El padre! ¡El padre! -gritaba Juliana, quien se encargaba de la limpieza de la iglesia y de los aposentos del padre José Luis, así como de cocinar y lavar en la casa parroquial, donde únicamente vivían el padre, ella  y muy de vez en cuando se alojaba algún visitante que venía de la capital de la república a traer algún papeleo o a hacer firmar alguna formalidad administrativa; pero en ese momento, el lugar se encontraba ocupado únicamente por el padre y Juliana. Ésta se encontraba normalmente concentrada en sus labores, cuando al acercarse al cuarto del cura, como hacía 15 años ya, con su taza de café negro y sin azúcar, notó que este no contestaba al golpe de la puerta. El llamado se hizo insistente y, al notar el frio particular que lo envolvía todo esa mañana, e intuyendo esto como un mal presagio, Juliana tomó la decisión de pasar para ver el motivo del inusitado silencio.

La habitación se encontraba como tantas veces ella la había visto en su acostumbrado recorrido para hacer el aseo: Tenuemente iluminada por la luz del amanecer que empezaba a filtrarse por la ventana, que daba a la plaza del pueblo; las paredes íntegramente blancas, sin una pintura, un retrato, un cuadro o incluso alguna telaraña u otra cosa que hiciera variar la tonalidad exageradamente blanca del lugar; el piso, de mosaico ajedrezado, aportaba una imagen mas lúgubre aún al diminuto dormitorio; una mesita, tipo escritorio, cubierta con hojas en blanco, lápices y varios libros, entre los que destacaba la biblia, abierta; una silla, fuera de su lugar, lo cual indicaba que había sido usada recientemente; el escaparate de madera, abierto y con varias prendas a la vista, todas blancas o negras, pero ninguna de ningún otro color; la cama, de tamaño individual y también de madera, vestida con sábanas impecablemente blancas, sobre la cual se encontraba el cura.

Vestido ya de su eterna sotana negra hasta el cuello, que ahora servía de mortaja, llevaba además unos pantalones negros y se había calzado ya con sus acostumbrados zapatos de piel. El cuerpo se encontraba tendido en la cama en una posición un tanto extraña para suponer un infarto o un accidente cerebro vascular, pues parecía como que el cura hubiese visto algo en la ventana y se asustara, ya que su mano izquierda apuntaba hacia ésta. Estaba a medio sentar, como si hubiese intentado levantarse, ¿O tal vez estaba de pié y lo que vio lo hizo retroceder hasta la cama? El rostro, blanco ya y poblado de una miríada de arrugas, lunares y pecas, presentaba una expresión de terror, de advertencia; los ojos cerrados pero el ceño fruncido, harían suponer un encuentro con algo o alguien desagradable, pero también semejaba una profunda meditación; la boca, a medio abrir, dejaba entrever una espesa y abundante baba de color amarillento, que salía por la comisura de los labios y la nariz, caía en la sotana, en la sábana de la cama y alcanzaba algunos de los mosaicos blancos y negros del suelo, lo cual dejaba en evidencia que esa materia estomacal habría sido la causa de la asfixia del octogenario.

No faltaron los curiosos, que se agolparon como tromba a la casa parroquial, atraídos por los gritos de Juliana primero, y por los comentarios de los vecinos cercanos después. El primero en ser llamado de manera oficial a la casa parroquial fue el Comisario de la policía, el cual fue despertado por los gritos de unos jovenzuelos que se dieron a la tarea de avisar a todos los que aún se encontraban en su casa.

-¡Don Renato! ¡Don Renato! ¡Abra la puerta! ¡Venga, Venga!, ¡El cura, el cura! -gritaban los dos adolescentes al mejor estilo de una coral de opereta.

-¡¿Que coño pasa!? ¿Es que ni los domingos puede uno descansar? -bramó Renato desde la ventana de su cuarto, que daba a la calle.

-Es el cura, Don Renato, venga pa’ la iglesia, ¡Venga rápido! -chillaron al unísono.

-¿Qué pasa en la iglesia?, -replicó- ¿La misa no es a las 7 am? ¿Qué hora es? -decía mientras buscaba sus lentes de lectura para ver la hora en su reloj de pulsera –¡Mierda! ¡Pero si apenas son las 5 y 40 de la mañana! -gritó impaciente.

-El cura, ¡Es el cura! Venga, venga ¡Juliana nos mandó a llamarlo a usté’ antes que a to’ el mundo! Nos dijo to’ gritao’ y llorando que lo buscáramos a usté’, Don Renato

-¿Pero qué mierda tiene el padre? ¿Le pasó algo? ¡No entiendo un carajo! Ya salgo, espérenme ¡Y no se muevan de ahí! -se paró lo mas rápido que pudo, despertó a su mujer con beso en una mejilla y le dijo:

-Coño Magaly, no se que mierda pasa, pero tengo un mal presentimiento. Esta gritería no es normal… y a esta hora, menos… voy a ver al cura.